Iba tu boca recorriendo mi espalda, yo atenta a la inminencia de una dentellada, cuando de pronto vi a la luna poner botones de nácar sobre los lomos de los libros que se amontonan en la mesa de luz.
Quise estirar la mano para catar la suavidad de esa inesperada madreperla, pero la tuya, más rápida, retuvo mi brazo a lo largo de mi cuerpo.
Ajeno a las tentaciones de la luna, volviste a demorar tu juego, yo cerré los ojos para no perderme en el claroscuro de la noche, y concentrada me entregué a la llama viva de tu aliento.
© Ana di Cesare