26 septiembre 2012

Plagio

No podía precisar como se había convertido en cleptómano, ni la fruicción de ese segundo, en que la mano tendida se apoderaba de lo ajeno.
Un estremecimiento le recorría la espalda. Mientras escondía en el bolsillo el objeto robado, sentía las gotas de sudor bajarle por la nuca. En ocasiones se entregaba a esa sensación inexplicablemente voluptuosa, cerraba los ojos, suspendía la respiración, las gotas eran la caricia de un aliento, cruzaban el cuello para rodar por la espalda, las visualizaba. Iban por su piel pecosa, ligeramente morena, con unas insinuantes lomitas adiposas. Las gotas ovaladas, perfectas, se perseguían una a la otra, desviándose en un arco hacia sus puntos sensibles. Entonces experimentaba un tirón en el pantalón y abría los ojos de golpe. El paso siguiente era disimular la erección.

Alguna vez, en ocasionales supermercados, se dejaba llevar por la excitación, para salir ocultando su bragueta empapada de onanismo.
Las primeras apropiaciones - él no las reconocía como robos-, habían sido en los comercios pequeños mientras los tenderos buscaban de espaldas a su malicia, sus complicados caprichos.
Luego fueron los super. Era muy sencillo robar en ellos. A más medidas de seguridad, más elemental esconder esos premios al arrojo.

Como todos los vicios, el suyo fue imponiendo su voracidad.

Lo que era un impulso que podía satisfacer de semana en semana, se convirtió en tentación impostergable, diaria, de dos veces al día, creciendo en proporciones geométricas. A fin de satisfacer una tiranía, en la que no quería plantearse quien se imponía, hizo un plano de las arterias principales de la ciudad. Cuadriculó calle por calle, registrando los comercios.
Cada mañana elegía un barrio diferente, diseñó una estrategia de robo. No podía obtener sus tesoros de comercios contiguos, ni acceder a la tentación de dos negocios en la misma zona y en el mismo día

Dedicó las tardes a estudiar las jugadas. Se perfeccionó hasta límites que rayaban con el arte.
Llegó el momento, que sus hurtos no alcanzaban a los objetos que cabían en su puño, esos que se disimulaban entre las ropas. No deseaba robar cuadros, ni armas, sino cosas que no ocuparan espacio.
Comprendió que todos sus estudios y tácticas hasta el momento, no podían aplicarse a ese viraje en su crecimiento como cleptómano.
Llevaba unas semanas componiendo situaciones, sopesando riesgos, cuando una noche vio venir hacía él, empequeñecida por el frío, a una muchacha.

Experimentó una urgencia incontenible y sin pensarlo, se escondió en un portal a esperarla. Contuvo la respiración, aún así, el hilo de aire que salía de su boca, formaba nubes de vapor, y como si fuera pleno verano, las gotas de sudor rodaron por su nuca, y lo que nunca había ocurrido, también las manos se le mojaron. En la espera, atento al taconear de la muchacha que se acercaba, secaba las palmas en el forro de los bolsillos del abrigo.

Cuando la presintió a la distancia ideal, salió de sopetón. La mujer dio un grito de susto. En medio de la confusión, le tomó la cabeza entre sus manos y la besó en los labios. Sintió los puños de la chica golpearle los brazos, la cartera en las costillas. La sujetó son los suyos y continuó presionando. No forzó la boca, no le hacía falta, los labios de la chica temblaban de miedo o de ira. La sostuvo unos segundos, lo que tardó en derramarse. Entonces la soltó y se echó a correr.

Eso de apoderarse de besos se le hizo costumbre. Eran ataques rápidos. Llegaba excitado a la víctima y fue en esas primeras violaciones, donde descubrió que un orgasmo pude demorar en llegar, lo que un parpadeo

Si las muchachas eran muy jóvenes, las manoseaba. Metía la mano por debajo de las faldas, buscando, rápido, el espacio entre las piernas. No las dañaba, pero cuando se iba, se sentía pleno por haberles robado la ternura de la iniciación.

Robar besos y amenazar bragas, era poco para él que podía jugar con un contrincante imaginario la más complicada partida de ajedrez, mientras caminaba.

Su siguiente etapa fue robar amores.

Tenía un discurso lustroso, como con destellos de charol asomando entre los puntos y comas. Algunas mujeres huían con ironía, pero las más, corderos propiciatorios, se dejaban acorralar y morían en los atardeceres. Morían metafóricamente, cuando él las abandonaba en el momento de mayor ilusión.

Este juego también lo aburrió. Debía buscar un sustituto. Era imposible volver al hurto de lo concreto

Lo ideal era llevarse un alma, pero muy complicado. Si al menos hubiera podido pactar con el diablo. Lo buscó días y noches en los sitios sórdidos, en las naves de las iglesias, en los ojos de los mendigos, en las sonrisas de los niños, en el sexo castrado de las putas. El diablo no aparecía. Decidió que no había ni Dios ni demonio.
Se sintió decepcionado. Y así como los piadosos increpan al Supremo en los salmos, él demandó en aullidos ahogados al demonio que no le complacía.

¿Qué era lo más parecido al alma?

Lo meditó unos días, desechando idea tras idea, hasta comprender que una persona es lo que sus palabras.

Esa era la clave y el momento siguiente de su evolución.

Aprendió a apoderarse de los sustantivos, de los calificativos. Con los verbos había que poner mayor empeño. Las acciones se debatían, no tenían la sumisión de los artículos, especialmente los indefinidos, ni la gravidez atrofiante de las hipérboles, ni la coquetería de las metáforas. Si algo le daba placer era robar las sinalefas. Iba sorbiendo sílaba a sílaba cada palabra pronunciada. Era como chupar la lengua de sus víctimas sin que estas se percataran. En las sinalefas se le iba la cabeza, constituían un premio duplicado. En cambio, a los hiatos... Los odiaba. Cierta vez estuvo a punto de perder el conocimiento, en uno de esos silencios hirientes como puñales de doble filo.

Había encontrado la horma de su zapato.

Eran tantos los modos de pronunciar las palabras, los matices, las voces, que en ese juego no se hartaría nunca.

Todo marchó sobre ruedas, hasta que llegó esa mujer rubia de boca pequeña. Ella mantenía los labios entreabiertos llamando a los besos de los hombres. Supo que no lo hacía por sensualidad, sino porque sus bronquios funcionaban con fisuras y así la colocaban en una estética morbosa.

A poco de conversar con ella, comprendió que a pesar de esa facilidad que otorgaba la modalidad de sus labios, era imposible atrapar su esencia.

Por alguna maldita vanidad, ella pasaba de un idioma al otro. Ya podía estar hablando en español y sin solución de continuidad, lanzar una frase metálica en alemán, o citar al Dante en florentino, o... lo que fuera. Era casi imposible succionarle el alimento que necesitaba.

Así, por pura insatisfacción, el alma de esa mujer fue convirtiéndose en su obsesión. Ella evitaba estar a solas con él. Si las circunstancias obligaban a un tête a tête, callaba, como si le interesara escucharlo

Su mirada de miel se concentraba en el espacio que dejaba el movimiento de la lengua en su boca. Se sentía incómodo observado de esa forma, la misma que él acostumbraba usar con sus víctimas.

Si en cambio, habían terceros, ella, como en un match de tenis, llevaba su mirada de una boca a la otra. Siempre con sus labios entreabiertos y un suave jadeo, del que costaba desconcentrarse. Fue pasando el tiempo, ya no disfrutaba casi de sus eyaculaciones bien disimuladas, mientras robaba discursos ajenos. Porque los únicos que deseaba eran los de esa mujer imposible.

Un día llegó enfermo a ella. Nauseas, un revoltijo en el estómago, un latido que le hacía temer un estallido del cráneo.

- Estás empachado.- dijo ella

Él la miró sin entender.

- Tendrías que vomitar todas esas palabras que has acumulado. Pero es tarde

- ¿Cómo que es tarde?- se asustó

- Estás envenenado. Chupaste todos los contenidos sin filtro alguno.

- Pero… me siento mal… muy mal. – Gimió

- Puedo ayudarte

Él accedió, la sangre comenzaba a quemar en las venas. Ella insistía: “es el veneno, es el veneno…”

- Te ayudaré.

Llevó el índice y pulgar como una pinza, hasta el borde de los dientes del hombre y comenzó a tirar. Sintió un hilo que salía de su interior, fino, interminable. Ella lo ovillaba cuidadosamente sobre la mano libre.

Parecía una mujer preparándose a tejer.

A él por dentro se le iban desprendiendo las adherencias; algunas con suave dolor, otras con cosquilleo. Cuando el hormigueo se hizo persistente, su sexo se avivó, y mientras ella seguía ovillando el hilo de sus hurtos, él experimento el gozo más extraordinario de toda su vida.

Cuando llegaron las convulsiones del orgasmo, ella finalizaba su tarea.

- Más,- dijo él - No conocía un placer tan intenso como el de ir vaciándome.

Ella lo miró con sonrisa macabra.

- Ni lo conocerás.- Lanzó el ovillo al aire como si fuera una pelota, que rodó hasta el empedrado, donde un camión lo aplastó.

Él gritó. Con esa mad
eja se acaba su alma. Se quedaba en puro cuerpo. La vio a ella alejarse.

- El demonio.- pensó.

Trató de recordar una oración, “padre nuestro…”

Allí, una voz interior se impuso. Una carcajada, una soberbia risa que se agitaba por su cuerpo hueco.

- Me he quedado vacío.- gimió.

La voz se redujo a un susurro, la sintió sobre la nuca, pero no había sudor, era un aliento de hielo que le iba diciendo:

- Siempre estuviste vacío ladrón de palabras. Nada tuyo, todo hueco, tratando de disimularte con las emociones, con los riegos, con las volteretas que otros proponían al silencio... Vacío, vacío.

Cayó de rodillas, comprendiéndose un tonel, que ya nada volvería a llenar.

Todos los derechos reservados © Ana M. di Cesare