16 septiembre 2012

Carlota y la cocina


Carlota era conocida como la bella francesa. Y su lindura debió ser superlativa, porque aún se la recuerda con ese calificativo.

Entonces, algunos hacían hincapié en lo de francesa, masticando con aceptación lo innegable de su galanura.

Francesa, lo que se dice francesa, no era. Según la leyenda, su padre había sido uno de aquellos soldados que componían el ejército de los 100.000 hijos de San Luis, que vaya saber uno porqué, se radicó en España, y ya viejo, engendró a Carlota, que abrió los ojos a la vida en El Bierzo.

Ella, para marchar sus caminos, se valió de su figura y de su astucia, que también la tenía a mares.

Por eso, partiendo de la nada, ahora en Lugo, metió en la hucha de su ambición tierras y maridos. Y cuando ya el cuerpo no le daba, movió sus reyes con certidumbre, obligando a sus hijas a casamientos patrimoniales.


La vida le cobró todas las lágrimas y penurias de aquellas niñas que intercambió.

Sus cuatro hijos varones vinieron a América. A los cuatro los sorprendió la guerra en Cuba.

Sentada a la lumbre con lo que le quedaba de familia, en las noches profundas, en la casa de piedra, el aullido del lobo encrespaba a todos. Pero ella oía mejor. Destejía el lamento en nuevas. Por eso en cuatro ocasiones, se levantó llevándose las manos al pecho, pálida como la luna, muda como pedernal, sabiendo que tenía un hijo menos.

No necesitaba del telegrama que puntualmente llegaba con sus lutos.

Decían en esa cocina, tantísimos años después, que la muerte que siempre nos ronda, habla para quien la sabe oír.

Carlota sabía. Y de todos los dones que le había tocado en suerte, este encerraba el huevo de la serpiente
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© Ana di Cesare